Por Andrés Rosler
“Al inicio de su Prefacio al Paraíso Perdido de John Milton, C. S. Lewis (el conocido autor de las Crónicas de Narnia, que además llegó a ser profesor de literatura medieval y renacentista en Oxford) explica que: “La primera calificación para juzgar cualquier obra, desde un sacacorchos hasta una catedral, es saber qué es lo que se quiere hacer y cómo se lo quiere usar. Una vez que eso ha sido descubierto, el puritano puede decidir que el sacacorchos fue hecho para un mal propósito, y el comunista puede pensar lo mismo sobre la catedral. Pero estas cuestiones vienen después. Lo primero que hay que entender es el objeto: Ud. no puede decir nada relevante sobre ellos en la medida en que Ud. piense que el sacacorchos fue hecho para abrir latas o que la catedral fue hecha para entretener turistas”. [1]
Agregaría que exactamente lo mismo que dice Lewis sobre los sacacorchos y las catedrales vale también para los jueces. Así como todos, incluso si fuéramos puritanos o comunistas, estaríamos de acuerdo en que el propósito de un sacacorchos es precisamente sacar el corcho de la botella, y el de una catedral venerar a Dios, el propósito de un juez—particularmente el democrático—es aplicar el derecho vigente.
Hoy en día, sin embargo, prevalece la concepción según la cual los jueces deben llevar a cabo una verdadera revolución legal, agregando nuevos capítulos a una novela en cadena que precisamente consiste en los capítulos que van agregando los jueces a medida que dictan sentencia. Los jueces entonces no son jueces, sino legisladores o constituyentes, a pesar de que se trata de magistrados designados por y en un régimen democrático, en el cual se supone que los jueces no deben gobernar. Hubo una época en la cual el “gobierno de los jueces” era una de las peores cosas que se podía decir de la práctica del Poder Judicial.
Tal vez la mejor ilustración de la concepción imperante hoy en día en el razonamiento judicial aparezca en un cuento de Alejandro Dolina, “Apuntes del Fútbol en Flores”, que forma parte de sus Crónicas del ángel gris:
“El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo. De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraría favorecer a los buenos y castigar a los canallas. Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y los compadrones se van al descenso”. [2]
La idea de que los jueces no deben llevar a cabo una revolución legal se remonta por lo menos hasta los orígenes mismos de la concepción moderna de la democracia y del derecho, a tal punto que tanto los revolucionarios como los contrarrevolucionarios franceses estaban de acuerdo en que, como decía el General, los jueces debían ir de casa al trabajo y del trabajo a casa, es decir estaban de acuerdo en que todo razonamiento jurídico es conservador en la medida en que se dedica a aplicar un conjunto de reglas preexistentes. Es por eso que los revolucionarios no querían aplicarle el derecho vigente al rey Luis XVI y es también por eso que los contrarrevolucionarios sí querían hacerlo.
La idea de un derecho revolucionario es una contradicción en sus términos. Ciertamente, podemos hacer una revolución, pero mientras la estamos llevando a cabo nos estamos comportando ilegalmente, lo cual es precisamente el sentido de una revolución. Cuando termine nuestra revolución, sin embargo, no vamos a querer que nos hagan una revolución a nosotros y por lo tanto nosotros mismos empezaremos a conservar lo que hemos logrado. Y si quisiéramos reformar la Constitución o hacer una nueva, entonces haríamos exactamente lo mismo.
No puede sorprender entonces que los jacobinos estaban completamente de acuerdo con Joseph De Maistre en que el derecho “no es una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución.” [3] No se trata de un mero juego de palabras, ya que mientras que la revolución busca deshacerse de las instituciones, la noción de contrarrevolución gira alrededor de la defensa del discurso institucional. De hecho, fue durante el así llamado juicio a Luis XVI de Francia que Robespierre trató de convencer a los demás convencionales de que: “Proponer un proceso para Luis XVI, sea el que sea, … es una idea contrarrevolucionaria, pues significa poner en cuestión la propia Revolución. En efecto, si Luis puede todavía ser objeto de un proceso, es que puede ser absuelto; puede ser inocente. ¿Qué digo? Se supone que lo es hasta que sea juzgado. Pero si Luis es absuelto, si se puede suponer que es inocente, ¿en qué se convierte la Revolución?” [4]
El propio Robespierre, entonces, tenía muy en claro que un juicio no es una revolución y que una revolución no es un juicio. Mientras que, para usar sus palabras, un juicio depende de “ideas que nos son familiares”, una revolución en cambio trata “un caso extraordinario que depende de principios que nunca hemos aplicado”. Robespierre simplemente quería matar al rey y el derecho era un obstáculo para hacerlo: “me avergonzaría discutir más seriamente estas argucias constitucionales”, dice Robespierre, y agrega en un tono que hoy suena demasiado optimista: esto—“las argucias constitucionales”—son algo apropiado solamente “para los tribunales y las universidades”. [5]
Dado que la concepción democrática de la magistratura ha quedado en el olvido, o en todo caso de tanto en tanto se la recuerda en ocasión del hallazgo de algún fósil en la Patagonia, permítaseme citar a John Finnis para tratar de fijar en la memoria aquello de lo que estamos hablando:
“el pensamiento legal (es decir, el derecho) trae toda la precisión y predictibilidad que puede en el orden de las interacciones humanas a través de una técnica especial: el tratamiento de (usualmente fechables) actos pasados (sea de promulgación, adjudicación, o cualquiera de la multitud de ejercicios de los ‘poderes’ públicos y privados) como dando, ahora, una razón suficiente y excluyente para actuar en una manera ‘estipulada’ entonces. En un sentido importante, la ‘existencia’ o la ‘validez’ de una regla legal puede ser explicada diciendo que es simplemente esta relación, esta relevancia continua del ‘contenido’ de ese acto jurídico pasado como proveyendo una razón para decidir y actuar en el presente de la manera entonces especificada o estipulada. La conveniencia de esta atribución de autoridad a los actos pasados es doble. El pasado está más allá del alcance de las personas en el presente; de este modo provee (sujeto sólo a problemas de evidencia e interpretación) un punto de referencia estable no afectado por los intereses y disputas presentes y cambiantes. Nuevamente, el presente pronto será el pasado; de este modo la técnica le da a la gente una manera de determinar ahora el marco de su futuro. (…). Todo esto… existe como un acuerdo social suficientemente distintivo, autónomo, inteligible y prácticamente significativo que tendría una lógica completamente adecuada en un mundo de santos”. [6]
Es porque “el pasado está fuera del alcance de las personas en el presente”, entonces, que existe—o (en relación a la Argentina) debería decir existían—la cosa juzgada y el principio de legalidad. Los jueces se supone que tienen que transmitir un mensaje que por definición no puede venir del futuro—salvo en las películas y en los libros de física cuántica, los mensajes siempre vienen del pasado—y cuyo contenido no extrae su valor de sí mismo y que muchas veces no coincide con lo que el juez hubiera decidido de no haber estado atado por la autoridad de la ley. Pero ese es el punto: así como un cartero no puede cambiar el mensaje que entrega, un juez no puede cambiar el derecho. Como explica Pierre Legendre: “En el orden jurídico, repetir consiste en jugar ciertas apuestas de alta intensidad formalista a fin de adecuar una sociedad, sea cual sea, al fin fundamental de la humanidad: sobrevivir y reproducirse”. Esta repetición o genealogía jurídica es lo contrario de “cualquier autofundación”, es la única alternativa a “la locura de autoproducirse”, “a la pretensión de ser un dios”. [7]
Hablando de dioses, según la concepción revolucionaria, heroica, anti-democrática del razonamiento judicial imperante hoy en día, el derecho que existe está necesariamente conectado con el derecho que debería existir, lo cual hace que haya colapsado la frontera entre el derecho y la filosofía del derecho, o incluso entre el derecho y la moral o la política. Los jueces se han vuelto filósofos además de legisladores y constituyentes. Esto le abre la puerta a las “interpretaciones en su mejor luz” (en esta época en la cual la luz está tan cara) y a las “ponderaciones” características del razonamiento judicial heroico o revolucionario. Los jueces dejan de ser la boca de la ley para convertirse en lex animata, la ley hecha alma, y de ahí también que los jueces puedan dictar sentencias según reglas, principios o estándares de los que nadie había oído hablar hasta ese momento.
Ya que habíamos mencionado a Robespierre, durante el mismo “juicio” (como se lo suele llamar) al rey, Saint-Just les dice a los demás convencionales que: “Las formas en el proceso son hipocresía; se os juzgará según vuestros principios. Yo no perderé jamás de vista que el espíritu con el cual se juzga al rey, será el mismo con el cual se establecerá la república. La teoría de vuestro juicio será la de vuestras magistraturas, y la medida de vuestra filosofía, en este juicio, será también la medida de vuestra libertad en la constitución”: [8] principios, espíritu, teoría, filosofía. Cuando durante un juicio se habla mucho de principios, espíritu, teoría, filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en mí, pero no se dice nada sobre derecho, eso no es un juicio, eso es una revolución o en todo caso un seminario de filosofía del derecho.
Es bastante revelador que la concepción revolucionaria del razonamiento jurídico imperante hoy en día gire alrededor de un verdadero titán como Hércules, el juez dworkiniano modelo, de habilidad, aprendizaje, paciencia e inteligencia sobrehumanas. Hércules no sólo es sobrehumano, sino que no hay que olvidar que fue quien desató a Prometeo luego de que este último fuera atado como castigo por haber desobedecido a los dioses. No es entonces la mejor figura que se pueda elegir para representar al razonamiento jurídico, sobre todo teniendo en cuenta que el derecho pretende tener autoridad. A veces un juez revolucionario puede caernos simpático, siempre y cuando estemos de acuerdo con la revolución. De hecho, el problema con la revolución no es sólo que uno sabe cuando empieza pero nunca cuándo termina, sino que además solamente nos caen simpáticas las revoluciones con las que estamos de acuerdo. No hay que olvidar que hay revoluciones (o anarquistas) tanto de izquierda como de derecha.
Otro de los rasgos constitutivos de la revolución legal es la idea de que “hay que estar del lado correcto de la historia”. A los jueces heroicos o sobrehumanos les gustan tanto la teoría y los principios porque creen que sus teorías y principios van en el sentido correcto de la historia, como si la historia tuviera un sentido o una filosofía conocidos por los jueces, lo cual no es sino la secularización de la idea de providencia divina. Los jueces superhéroes vienen del futuro o de adelante (por no decir del fin del mundo), por eso son “progresistas” y saben hacia dónde marcha el mundo, o saben “leer la realidad”, como si fueran santos miembros de la verdadera Iglesia de los elegidos. Es por eso que Saint-Just decía indignado durante el juicio al rey: “Un día se sorprenderán de que en el siglo XVIII se haya avanzado menos que en los tiempos de César: entonces, el tirano fue inmolado en pleno Senado, sin otras formalidades que veintitrés golpes de puñal, y sin otra ley que la libertad de Roma. ¡Y hoy se hace con respeto el proceso de un hombre asesino de un pueblo, capturado en flagrante delito, con las manos ensangrentadas en el crimen!”. [9]
Los jueces superhéroes no sólo sufren de neofilia sino que además les encanta el universalismo. De hecho, la expresión misma “el lado correcto de la historia” también es muy reveladora ya que sugiere una conexión entre el tiempo y el espacio. Lo cual no puede sorprender ya que no sólo el progreso está adelante, sino que es natural que alguien que vuelve de un futuro, en el cual fue testigo del fin del mundo, desee que el futuro repercuta aquí y ahora.
La idea misma de mundo, o siglo, tiene una dimensión temporal y otra espacial. De hecho, solemos hablar incluso de “un espacio de tiempo”. En Parsifal de Wagner se dice en el primer acto de la ópera que: “aquí el tiempo se convierte en espacio”. Sin embargo, el derecho no es como Montsalvat, el hogar de los caballeros del Templo del Grial, un lugar místico, fuera de las restricciones terrestres. O no debería serlo en todo caso, porque pensándolo bien se ha convertido en el Templo del Santo Grial para jueces superhéroes.
Nuevamente, el juicio a Luis XVI nos ofrece un ejemplo del universalismo característico del razonamiento judicial heroico o revolucionario. Condorcet, quien era supuestamente el filósofo de la revolución que representaba la voz de la razón y de la sensatez, inicia su alegato contra el rey del modo siguiente: “En una causa en la que una nación entera que ha sido víctima de un crimen es a la vez acusadora y jueza, ella debe dar cuenta de su conducta a la opinión del género humano, a la de la posteridad. Ella debe poder decir: han sido respetados todos los principios generales de la jurisprudencia, reconocidos por los hombres esclarecidos de todos los países. Ella debe poder desafiar la parcialidad más ciega de citar alguna máxima de la equidad que ella no haya observado”. [10] Como si fuera un sketch de Monty Python, en la misma frase Condorcet dice que la víctima del crimen se constituye en acusadora y jueza pero sin caer “en la parcialidad”, dando cuenta de su conducta “a la opinión del género humano, de la posteridad”. Sin embargo, la única manera de evitar caer en la parcialidad, en que los jueces cumplan con su deber de jueces—particularmente durante un juicio penal—es que en lugar de tener en cuenta la opinión del género humano y de la posteridad, simplemente apliquen el derecho vigente en su país (que por otro lado es el mejor derecho que el dinero (no) puede comprar como se suele decir en inglés: el de los derechos humanos).
El derecho entonces no viene de París (salvo el francés por supuesto), o cae del cielo, sino que deriva de una fuente particular y hunde sus raíces en una cultura determinada, y es por eso que el derecho positivo puede ser aplicado sólo cuando ha sido reconocido por aquellos cuyo comportamiento pretende regular. Hablar del “género humano” y de la “posteridad” es una manera de reconocer que no se está aplicando el derecho vigente sino el derecho tal como nos gustaría que fuera, y si supiéramos cuál es el derecho tal como nos gustaría que fuera (no sólo a nosotros, sino a toda la sociedad, al género humano y la posteridad) entonces no necesitaríamos el derecho vigente. No hay que olvidar que no a todos les gusta el derecho tal como nos gustaría a nosotros.
Precisamente, quienes no comparten nuestras opiniones políticas tienen sus propios héroes, sus propios titanes, quienes a nosotros muy probablemente nos parezcan villanos o archi-villanos. Y ese es el punto: nuestros superhéroes a los demás les parecen archi-villanos. El derecho existe para resolver este tipo de desacuerdos, para decidir quiénes son los héroes y quiénes los villanos. Si lo supiéramos de antemano el derecho no tendría sentido.
A decir verdad, hay momentos en los que los jueces se comportan heroicamente, pero no porque conecten el derecho que existe con el que debería existir, o porque hacen lo que la gente les pide—como si los jueces fueran Papá Noel o los Reyes Magos—, sino simplemente porque en lugar de mojarse el dedo para ver hacia dónde sopla el viento tienen la valentía de aplicar el derecho, es decir respetar las formas jurídicas, a pesar de que mucha gente, por no decir multitudes, corporaciones, quien sea, les exigen que ignoren las formas jurídicas debido a que el derecho se ha convertido en un obstáculo para lograr un resultado deseado.
Para mostrar que tal vez no todo está perdido, quisiera terminar ofreciendo un verdadero y muy reciente ejemplo de razonamiento judicial, que proviene del Tribunal Constitucional español. Me refiero a la decisión del 17 de junio de este año por la cual el Pleno del Tribunal Constitucional rechazó un recurso de amparo contra las resoluciones de un Juzgado de Valencia y de la Audiencia Provincial de Valencia, que decidieron y confirmaron, respectivamente, el archivo de una querella por torturas entre los años 1967-1974 durante el franquismo. La demanda de amparo alegaba que “el sobreseimiento libre y archivo de la querella”, “contravenía el Derecho internacional penal aplicable y vulneraba su derecho a la tutela judicial efectiva en su vertiente de derecho de acceso a la jurisdicción”.
La decisión del Pleno—cuya mayoría es progresista o socialista—de la que fue ponente el Presidente, Cándido Conde-Pumpido Tourón, considera manifiesta “la falta de lesión del derecho fundamental invocado” y confirma su doctrina establecida en 2021, también del Pleno del Tribunal, que no se ve alterada por la vigencia de la nueva Ley de Memoria Democrática del año 2022. Según el Tribunal Constitucional, la Ley de Memoria Democrática “no habilita para que las normas del Derecho internacional penal se conviertan en fuente directa o indirecta del Derecho penal para investigar y juzgar hechos que no estaban tipificados en la ley penal nacional entonces vigente, aplicándoles ahora las características de imprescriptibilidad y de no ser susceptibles de amnistía”. Esto se debe a que, dice la sentencia, “el principio de legalidad garantizado por el art. 25.1 de nuestra Constitución y el de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras desfavorables (art. 9.3 CE), impiden necesariamente que una vez extinguida la responsabilidad penal por hechos ocurridos hace más de cuarenta años, al haberse agotado los plazos máximos de prescripción determinados expresamente en el momento de cometerse los hechos, pueda revivirse con posterioridad una responsabilidad penal ya inexistente y, en consecuencia, que puedan ser investigadas penalmente las acciones imputadas a los supuestos responsables”. [11]
El razonamiento del Tribunal Constitucional es característicamente judicial o jurisdiccional: está atado a la ley y a la Constitución, es decir está atado al principio de legalidad cuyo conocido eslogan (puesto al día por la dogmática penal alemana) es: nullum crimen, nulla poena, sine lege praevia, scripta, certa et stricta. Según este principio—que a la vez es un derecho fundamental—, para que un acto sea considerado criminal debe existir una ley anterior al hecho del proceso. En España, los crímenes de lesa humanidad (y su consiguiente imprescriptibilidad) fueron incorporados al derecho nacional por la Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, vigente desde el 1 de octubre de 2004. Antes de dicha fecha, sencillamente, los crímenes de lesa humanidad no existían en España (y es por eso que no puede ser declarado imprescriptible algo que no existía: para que algo no prescriba primero tiene que existir).
Todo esto puede llamar la atención en nuestro país, ya que mientras que en España saben qué día y a qué hora el crimen de lesa humanidad comenzó a ser parte del derecho nacional, aquí en Argentina nadie sabe a ciencia cierta cuándo fue que los crímenes contra la humanidad empezaron a formar parte del derecho argentino, ya que prevalece la impresión borgeana de que se trata de crímenes que no han sido creados, sino que al igual que la concepción griega o clásica del cosmos, han existido desde siempre y es por eso que la Corte Suprema de Justicia y el resto de los tribunales penales federales argentinos han sostenido que no hay problemas de retroactividad más gravosa en casos de lesa humanidad. Pero esto se debe a que los jueces, evidentemente, no han cumplido con su función, a saber, aplicar el derecho vigente.
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[1] Clive Staples Lewis, A preface to Paradise Lost, Oxford, Oxford University Press, 1969, p. 1.
[2] Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel Gris, Buenos Aires, Colihue, 2003, p. 255.
[3] Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, Madrid, Tecnos, 1990, p. 135.
[4] Cit. en Andrés Rosler, Si quiere una garantía compre una tostadora. Ensayos sobre punitivismo y Estado de derecho, Buenos Aires, Editores del Sur, 2022, p. 188.
[5] Cit. en Andrés Rosler, Si quiere una garantía compre una tostadora, op. cit., p. 190.
[6] John Finnis, Natural Law and Natural Rights, 2da. ed., Oxford, Oxford University Press, 2011, p. 269, énfasis agregado.
[7] Pierre Legendre, El inestimable objeto de la transmisión, Madrid, Siglo XXI, 1996, pp. 14, 95.
[8] Cit. en Andrés Rosler, Si quiere una garantía compre una tostadora, op. cit., p. 191.
[9] Cit. en Andrés Rosler, Si usted quiere una garantía compre una tostadora, op. cit., p. 120.
[10] Cit. en Andrés Rosler, Si usted quiere una garantía compre una tostadora, op. cit., p. 209.
[11] Boletín Oficial del Estado, Sección del Tribunal Constitucional, miércoles 20 de octubre de 2021, nro. 251, p. 128166.