por Juan Bautista Alberdi
La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual
por Juan Bautista Alberdi *
Una de las raíces más profundas de nuestras tiranías modernas en Sud-América es la noción greco-romana del patriotismo y de la Patria, que debemos a la educación medio clásica que nuestras universidades han copiado a la Francia.
La Patria, tal como la entendían los griegos y los romanos, era esencial y radicalmente opuesta a lo que por tal entendemos en nuestros tiempos y sociedades modernas. Era una institución de origen y carácter religioso y santo, equivalente a lo que es hoy la Iglesia, por no decir más santo que ella, pues era la asociación de las almas, de las personas y de los intereses de sus miembros. Su poder era omnipotente y sin límites respecto de los individuos de que se componía. La Patria, así entendida, era y tenía que ser la negación de la libertad individual, en la que cifran la libertad todas las sociedades modernas que son realmente libres. El hombre individual se debía todo entero a la Patria; le debía su alma, su persona, su voluntad, su fortuna, su vida, su familia, su honor.
Reservar a la Patria alguna de esas cosas, era traicionarla; era como un acto de impiedad. Según estas ideas, el patriotismo era no sólo conciliable, sino idéntico y el mismo que el despotismo más absoluto y omnímodo en el orden social.
La gran revolución que trajo el cristianismo en las nociones del hombre, de Dios, de la familia, de la sociedad toda entera, cambió radical y diametralmente las bases del sistema social greco-romano.
Sin embargo, el renacimiento de la civilización antigua de entre las ruinas del Imperio Romano y la formación de los Estados modernos, conservaron o revivieron los cimientos de la civilización pasada y muerta, no ya en el interés de los Estados mismos, todavía informes, sino en la majestad de sus gobernantes, en quienes se personificaban la majestad, la omnipotencia y autoridad de la Patria.
De ahí el despotismo de los reyes absolutos que surgieron de la feudalidad de la Europa regenerada por el cristianismo. El Estado, o la Patria, continuó siendo omnipotente respecto de la persona de cada uno de sus miembros; pero la Patria personificada en sus monarcas o soberanos, no en sus pueblos. La omnipotencia de los reyes tomó el lugar de la omnipotencia del Estado o de la Patria.
Los que no dijeron: “El Estado soy yo”, lo pensaron y creyeron como el que lo dijo.
Sublevados contra los reyes los pueblos, los reemplazaron en el ejercicio del poder de la Patria, que al fin era más legítimo en cuanto a su origen. La soberanía del pueblo tomó el lugar de la soberanía de los monarcas aunque teóricamente.
La Patria fue todo y el único poder de derecho, pero con- servando la índole originaria de su poder absoluto y omnímodo sobre la persona de cada uno de sus miembros; la omnipotencia de la Patria misma siguió siendo la negación de la libertad del individuo en la república, como lo había sido en la monarquía; y la sociedad cristiana y moderna, en que el hombre y sus derechos son teóricamente lo principal, siguió en realidad gobernándose por las reglas de las sociedades antiguas y paganas, en que la Patria era la negación más absoluta de la libertad.
Divorciado con la libertad, el patriotismo se unió con la gloria, entendida como los griegos y los romanos la entendieron. Esta es la condición presente de las sociedades de origen greco- romano en ambos mundos. Sus individuos, más bien que libres, son los siervos de la Patria.
La Patria es libre, en cuanto no depende del extranjero: pero el individuo carece de libertad, en cuanto depende del Estado de un modo omnímodo y absoluto. La Patria es libre, en cuanto absorbe y monopoliza las libertades de todos sus individuos; pero sus individuos no lo son porque el Gobierno les tiene todas sus libertades.
Tal es el régimen social que ha producido la Revolución Francesa, y tal la sociedad política que en la América greco-latina de raza han producido el ejemplo y repetición, que dura hasta el presente, de la Revolución Francesa.
El “Contrato social” de Rousseau, convertido en catecismo de nuestra revolución por su ilustre corifeo el doctor Moreno(a), ha gobernado a nuestra sociedad, en que el ciudadano ha seguido siendo una pertenencia del Estado o de la Patria, encarnada y personificada en sus Gobiernos, como representantes naturales de la majestad del Estado omnipotente.
La omnipotencia
del Estado, ejercida según las reglas de las sociedades antiguas de Grecia y
Roma, ha sido la razón de ser de sus representantes los Gobiernos, llamados
libres sólo porque dejaron de emanar del extranjero.
Otro fue el
destino y la condición de la sociedad que puebla la América del Norte.
Esa sociedad,
radicalmente diferente de la nuestra, debió al origen transatlántico de sus
habitantes sajones la dirección y complexión de su régimen político de
gobierno, en que la libertad de la patria tuvo por límite la libertad sagrada
del individuo. Los derechos del hombre equilibraron allí en su valor a los
derechos de la Patria, y si el Estado fue libre del extranjero, los individuos
no lo fueron menos respecto del Estado. Eso fue en Europa la sociedad
anglo-sajona y eso fue en Norte-América la sociedad anglo-americana,
caracterizadas ambas por el desarrollo soberano de la libertad individual, más
que por la libertad exterior o independencia del Estado, debida mayormente a su
geografía insular en Inglaterra y a su aislamiento transatlántico en Estados
Unidos.
La libertad en
ambos pueblos sajones no consistió en ser independiente del extranjero, sino en
ser cada ciudadano inde- pendiente de su Gobierno patrio.
Los hombres
fueron libres porque el Estado, el poder de su Gobierno no fue omnipotente, y
el Estado tuvo un poder limitado por la esfera de la libertad o el poder de sus
miembros a causa de que su Gobierno no tuvo por modelo el de las sociedades
griega y romana.
Montesquieu ha
dicho que la Constitución inglesa salió de los bosques de la Germania, en lo
que tal vez quiso decir que los destructores germanos del imperio romano fueron
libres porque su Gobierno no fue de origen ni tipo latino. A la libertad del
individuo, que es la libertad por excelencia, debieron los pueblos del Norte la
opulencia que los distingue.
Los pueblos del
Norte no han debido su opulencia y grandeza al poder de sus Gobiernos, si no al
poder de sus individuos. Son el producto del egoísmo más que del patriotismo.
Haciendo su propia grandeza particular, cada individuo contribuyó a labrar la
de su país.1
Este aviso
interesa altamente a la salvación de las Repúblicas americanas de origen
latino.
Sus destinos
futuros deberán su salvación al individualismo, o no los verán jamás salvados
si esperan que alguien los salve por patriotismo.
El egoísmo bien
entendido de los ciudadanos sólo es un vicio para el egoísmo de los Gobiernos
que personifican a los Estados. En realidad, el afán del propio
engrandecimiento es el afán virtuoso de la propia grandeza del individuo, como
factor fundamental que es del orden social, de la familia, de la propiedad, del
hogar, del poder y bienestar de cada hombre.
Las sociedades
que esperan su felicidad de la mano de sus Gobiernos esperan una cosa que es
contraria a la naturaleza. Por la naturaleza de las cosas, cada hombre tiene el
encargo providencial de su propio bienestar y progreso, porque nadie puede amar
el engrandecimiento de otro como el suyo propio; no hay medio más poderoso y
eficaz de hacer la grandeza del cuerpo social que dejar a cada uno de sus
miembros individuales el cuidado y poder pleno de labrar su personal
engrandecimiento.
Ese es el orden
de la naturaleza, y por eso es el mejor y más fecundo en bienes reales. De ello
es un testimonio la historia de las sociedades sajonas del Norte de ambos
mundos.
Los Estados son
ricos por la labor de sus individuos, y su labor es fecunda porque el hombre es
libre, es decir, dueño y señor de su persona, de sus bienes, de su vida, de su
hogar.
Cuando el pueblo
de esas sociedades necesita alguna obra o mejoramiento de público interés, sus
hombres se miran unos a otros, se buscan, se reúnen, discuten, ponen de acuerdo
sus voluntades y obran por sí mismos en la ejecución del trabajo que sus
comunes intereses necesitan ver satisfecho.
En los pueblos
latinos de origen los individuos que necesitan un trabajo de mejoramiento
general alzan los ojos al Gobierno, suplican, lo esperan todo de su
intervención y se quedan sin agua, sin luz, sin comercio, sin puentes, sin
muelles, si el Gobierno no se los da todo hecho.
Pero no debemos olvidar que no fue griego ni
romano todo el origen de la omnipotencia del Estado y de su Gobierno entre
nosotros sudamericanos. En todo caso no sería ése sino el ori- gen mediato,
pues el inmediato origen de la omnipotencia en que se ahogan nuestras
libertades individuales fue el organismo que España dio a sus Estados
coloniales en el Nuevo Mundo, cuyo organismo no fue diferente en ese punto del
que España se dio a sí misma en el Viejo Mundo.
Así, la raíz y
origen de nuestras tiranías modernas en Sud- América es no solamente nuestro
origen remoto o greco-romano, sino también nuestro origen inmediato y moderno
de carácter español.
La España nos
dio la complexión que debía ella misma a su pasado de colonia romana que fue
antes de ser provincia romana.
La Patria en sus
nociones territoriales absorbió siempre al individuo y se personificó en sus
gobiernos el derecho divino y sagrado
que eclipsaron del todo los derechos del hombre.
La omnipotencia
del Estado o el poder omnímodo e ilimitado de la Patria respecto de los
individuos que son sus miembros tiene por consecuencia necesaria la
omnipotencia del Gobierno en que el Estado se personifica, es decir, el
despotismo puro y simple.
Y no hay más
medio de conseguir que el Gobierno deje o no llegue a ser omnipotente sobre los
individuos de que el Estado se compone, sino haciendo que el Estado mismo deje
de ser ilimitado en su poder respecto del individuo, factor elemental de su
pueblo. Un ejemplo de esto: cuando el gobernador de Buenos Aires recibió en
1835 de los representantes del Estado la suma de sus poderes públicos, no lo
tuvo por la ley, que aparentó discernírselo. La ley, lejos de ser causa y
origen de ese poder, tuvo por razón de ser y causa a ese poder mismo que ya
existía en manos del jefe del Estado omnipotente por la Ordenanza de Intendentes, constitución española del Virreynato de Buenos Aires, según cuyas
palabras, debía continuar el Virrey gobernador y capitán general con el poder
omnímodo y las facultades extraordinarias que le daban esa constitución y las
Leyes de Indias de su referencia.
La contextura
que el Gobierno hispano-argentino recibió de esa legislación es la que sus
leyes ulteriores de la revolución no han reconstruido de hecho hasta hoy en ese
punto; y la República como el virreynato colonial, siguió entendiendo el poder
de la Patria sobre sus miembros como lo entendieron las antiguas sociedades de
Grecia y de Roma.
A pesar de
nuestras constituciones modernas, copiadas de las que gobiernan a los países
libres de origen sajón, a ningún liberal le ocurriría entre nosotros dudar de
que el derecho del individuo debe inclinarse y ceder
ante el derecho del Estado en ciertos casos.
La República,
por tanto, continuó siendo en este punto gobernada para provecho de los poderes
públicos que han reemplazado al poder especial que le dio, siendo su colonia,
la contextura y complexión que convenía a su real e imperial beneficio. La
corona de España no fundó sus colonias de América para hacer la riqueza y poder
de sus colonos, sino para hacer su negocio y poder propio de la corona misma.
Pero para que esta mira no degenerase en un sistema capaz de dar la riqueza y
el poder a los colonos, en lugar de darlos al monarca, la colonia recibió la
Constitución social y política que debía de hacer a su pueblo un mero
instrumento del Real patrimonio, un simple productor fiscal de cuenta de su
Gobierno y para su real beneficio.
Sin duda que las
Constituciones que regularon después la conducta del Gobierno de la República
calificaron de crimen legislativo el
acto de dar poderes extraordinarios y omnímodos a sus gobernantes; pero esa
magnífica disposición no impidió que la suma de todos los poderes y fuerzas
económicas del país quedasen de hecho a la discreción del Gobierno, que puede
usar de él por mil medios indirectos.
¿Cómo así?
Si dejáis en
manos de la Patria, es decir, del Estado, la suma del poder público, dejáis en
manos del Gobierno que representa y obra por el Estado esa suma entera del
poder público.
Si lo hacéis por
una Constitución, esa Constitución será una máquina productora de un despotismo
tiránico que no dejará de aparecer a su tiempo, por la mera razón de existir la
máquina que le servirá de causa y ocasión suficiente.
Por Constitución
entiendo aquí, no la ley escrita a que damos este nombre, sino la complexión o
construcción real de la máquina del Estado.
Si esta máquina
es un hecho de la historia del país, en vano la Constitución escrita pretenderá
limitar los poderes del Estado respecto del derecho de sus individuos; en el
hecho esos poderes seguirán siendo omnipotentes.
Son testimonio
confirmatorio de esa observación los Gobiernos republicanos que han reemplazado
en la dirección del reciente y moderno Estado al que lo fundó, organizó y
condujo por siglos como colonia perteneciente a un Gobierno absoluto y
omnímodo.
Mientras la
máquina que hace omnipotente el poder del Estado exista viva y palpitante de
hecho, bien podría llamarse República libre y representativa por su
Constitución escrita: su Constitución histórica y real, guardada en sus
entrañas, la hará ser siempre una colonia o patrimonio del Gobierno
republicano, sucesor de su Gobierno realista y pasado.
El primer deber
de una gran revolución, hecha con la pretensión de cambiar de régimen social de
gobierno, es cambiar la contextura social que tuvo por objeto hacer del pueblo
colonial una máquina fiscal productora de fuerza y de provecho en servicio de
su dueño y fundador metropolitano. De otro modo, las rentas y productos de la
tierra y del trabajo anual del pueblo seguirían yendo bajo la república nominal
adonde fuesen bajo la monarquía efectiva: ¿adónde, por ejemplo?; a todas partes
menos, a manos del pueblo.
Las viejas arcas
que eran recipientes del real tesoro se perderán como las aguas de un río que
se derrama y resume en los campos o se disipa en acequias que van a regar los
vergeles de la clase o porción del pueblo a quien ha cabido el privilegio de
seguir ocupando la esfera del antiguo poder metropolitano, en lo que es el goce
de los beneficios que la real máquina seguirá haciendo del suelo y trabajo del
país.
En las manos de
esa porción o clase privilegiada del país oficial seguirá existiendo el poder y
la libertad de que seguirán viéndose excluidos y privados los pueblos,
sucesores nominales de los antiguos soberanos.
No será el
Estado, sino su representante (que es el Gobierno del Estado), el que seguirá
ejerciendo y gozando la omnipotencia de los medios y poderes entregados a la
Patria por la maquinaria del viejo edificio primitivo y colonial persistente.
Pero dejar en
manos del Gobierno de la Patria todo el poder público adjudicado a la Patria
misma, es dejar a todos los ciudadanos que componen el pueblo de la Patria sin
el poder individual en que consiste la libertad individual, que es toda y la
real libertad de los países que se gobiernan, que se educan, que se enriquecen
y engrandecen así mismos, por la mano de sus particulares, no de sus Gobiernos.
“Los antiguos”,
dice Coulanges, “habían dado tal poder al Estado, que el día en que un tirano
tomaba en sus manos esta omnipotencia, los hombres no tenían ya ninguna
garantía contra él, y él era realmente el señor de su vida y de su fortuna.”
De las
consideraciones que preceden se deduce que el despotismo y la tiranía frecuente
de los países de Sud-América, no residen en el déspota y en el tirano, sino en
la máquina o construcción mecánica del Estado, por la cual todo el poder de sus
individuos, refundido y condensado, cede en provecho de su Gobierno y queda en
manos de su institución. El déspota y el tirano son el efecto y el resultado,
no la causa de la omnipotencia de los medios y fuerzas económicas del país
puestas en poder del establecimiento de su Gobierno y del círculo personal que
personifican al Estado por la maquinaria del Estado mismo. Sumergida y ahogada
la libertad de los individuos en ese caudal de poder público ilimitado y
omnipotente, resulta de ello que la tiranía de la Patria, omnímoda y omnipotente,
es ejercida en nombre de un patriotismo tras del cual vive eclipsada la
libertad del individuo, que es la libertad patriótica por excelencia.
Así se explica que en las sociedades antiguas de la Grecia y de Italia, en que ese orden de cosas era de ley fundamental, las libertades individuales de vida, de conducta, de pensamiento, la opinión, fueron del todo desconocidas. El patriotismo tenía entonces en esas sociedades el lugar que tiene el liberalismo en las sociedades actuales de tipo y de origen sajón. El despotismo recibía su sanción y excusa del patriotismo del Gobierno omnipotente en que la Patria estaba personificada.
La razón de esa omnipotencia de la Patria entre los antiguos es digna de tenerse siempre presente por los pueblos modernos, que toman por modelos a esos organismos muertos, de índole, de principios y de propósitos radical y esencialmente opuestos.
¿Qué era, en efecto, la Patria y el patriotismo, en el sistema social y político de las antiguas sociedades de Grecia y Roma? Insistamos en explicarlo.
La palabra Patria, entre los antiguos, según De Coulanges, significaba la tierra de los padres, tierra Patria. La patria de cada hombre, era la parte del suelo que su religión doméstica o nacional había santificado, la tierra en que estaban depositadas las osamentas de sus antecesores y que estaban ocupadas por sus almas. Tierra sagrada de la Patria, decían los griegos. Ese suelo era literalmente sagrado para el hombre de ese tiempo, porque estaba habitado por sus dioses. Estado, Patria, Ciudad, estas palabras no eran una mera abstracción como en los modernos; representaban realmente todo un conjunto de divinidades locales, con un culto de todos los días y creencias poderosas sobre el alma. Sólo así se explica el patriotismo entre los antiguos; sentimiento enérgico que era para ellos la virtud suprema en que todas las virtudes venían a refundirse.
Una Patria semejante no era para el hombre un mero domicilio. La patria tenía ligado al hombre por vínculo sagrado. Tenía que amarla como se ama a una religión, obedecerla como se obedece a Dios, darse a ella todo entero, cifrar todo en ella, consagrarle su ser. El griego y el romano no morían por desprendimiento en obsequio de un hombre, o por punto de honor; pero a su Patria le debían su vida. Porque si la Patria era atacada, es su religión la que se ataca, decían ellos. Combatían verdaderamente por sus altares, por sus hogares pro aris et focis (b); porque si el enemigo se amparaba de la ciudad, sus altares eran derribados, sus fogones extinguidos, sus tumbas profanadas, sus dioses destruidos, su culto despedazado. El amor a la Patria era la piedad misma de los antiguos. Para ellos, Dios no estaba en todas partes. Los dioses de cada hombre eran aquellos que habitaban su casa, su ciudad, su cantón.2
El desterrado dejando a su Patria tras sí, dejaba también sus dioses. Pero como la religión era la fuente de que emanaban sus derechos civiles, el desterrado perdía todo esto, perdiendo la religión de su país por el hecho de su destierro, no tenía ya derecho de propiedad. Sus bienes eran todos confiscados en provecho de los dioses y del Estado. No teniendo culto no tenía ya familia, dejaba de ser marido y padre.
El destierro de la Patria no parecía un suplicio más tolerable que la muerte. Los jurisconsultos romanos le llamaban pena capital.3
¿De dónde nacían estas nociones sobre Patria y patriotismo? Era que la ciudad había sido fundada en una religión y constituida como una iglesia. De ahí la fuerza, la omnipotencia y absoluto imperio que la Patria ejercía sobre sus miembros. Se concibe que en una sociedad establecida sobre tales principios la libertad individual no pudiese existir. No había nada en el hombre que fuese independiente. Ni su vida privada escapaba a esta omnipotencia del Estado.
Los antiguos no conocían, pues, ni la libertad de la vida privada, ni la libertad de educación, ni la libertad religiosa. La persona humana era contada por muy poca cosa delante de esa autoridad santa y casi divina que se llamaba la Patria o el Estado. No era extraño, según estos precedentes históricos, que, tergiversados en su sentido, indujesen a los revolucionarios franceses del siglo pasado, imitadores inconscientes de la antigua sociedad de Grecia y de Roma, imitasen con exaltación esos modelos muertos.
La funesta máxima revolucionaria de que la salud del Estado es la ley suprema de la sociedad, fue formulada por la antigüedad griega y romana. Se pensaba entonces que el derecho, la justicia, la moral, todo debía ceder ante el interés de la Patria.
No ha habido, pues, un error más grande que el de creer que en las ciudades antiguas el hombre disfrutara de la libertad. Ni la idea siquiera tenían de ella. No creían que pudiese existir derecho alguno en oposición a la ciudad y sus dioses.
Es verdad que revoluciones ulteriores cambiaron esa forma de Gobierno; pero la naturaleza del Estado quedó casi la misma. El Gobierno se llamó sucesivamente monarquía, aristocracia, democracia; pero ninguna de esas revoluciones dio a los hombres la verdadera libertad, que es la libertad individual.
Tener derechos políticos, votar, nombrar o elegir magistra- dos, poder ser uno de ellos, es todo lo que se llamaba libertad; pero el hombre no continuaba menos avasallado al Estado que antes lo estuvo.
Concíbese que hablando de una antigüedad tan remota y desconocida, con esta seguridad, yo me apoyé en autoridades que han hecho una especialidad de su estudio casi técnico. La que dejé explicada, por ejemplo, pertenece a una de las más grandes capacidades de la Escuela Normal de Francia.
No es que la erudición alemana sea menos competente para interpretar a la antigüedad en materia de instituciones sociales, sino que la de un país latino, como Francia, es más comprensible para la América del mismo origen, que ha imitado en su revolución sus mismos errores y caído en sus mismos escollos, de que la ciencia moderna de los franceses comienza a darse cuenta por la pluma de pensadores como A. de Tocqueville, de Coulanges, de Taine, desde algunos años a esta parte.
Pero ahí no quedaron las cosas del naciente orden de las sociedades civilizadas de la Europa cristiana. Ya desde antes que la grande y definitiva religión produjese como su obra a la sociedad moderna, la misma sociedad antigua había empezado a cambiar con la madurez y progreso natural de las ideas, sus instituciones y reglas de gobierno
De esto, sin
embargo, parecen no darse bastante cuenta los pueblos actuales que han buscado
en la restauración o renacimiento de la antigüedad civilizada los elementos y
base de organización de la sociedad moderna.
El Estado había
estado ligado estrechamente a la religión, procedía de ella y se confundía con
ella.
Por eso es que
en la ciudad primitiva todas las instituciones políticas habían sido
instituciones religiosas.4
Las fiestas
habían sido ceremonias del culto; las leyes habían sido fórmulas sagradas; los
reyes y los magistrados habían sido sacerdotes. Es por eso mismo que la
libertad individual había sido desconocida y que el hombre no había podido
sustraer su conciencia misma a la omnipotencia de la ciudad. Es por ello, en
fin, que el Estado había quedado limitado a las proporciones de una villa, sin
poder salvar el recinto que sus dioses nacionales le habían trazado en su
origen. Cada ciudad tenía no sólo su independencia, sino también su culto y su
código. La religión, el derecho, el gobierno, todo era municipal. La ciudad era
la única fuerza viva; nada otra cosa más arriba, nada más abajo; es decir, ni
unidad nacional, ni libertad individual.
Pero este
régimen desapareció con el desarrollo del espíritu humano, y el principio de la
asociación de los hombres, una vez cambiado, tanto el gobierno como la religión
y el derecho perdieron ese carácter municipal que habían tenido en la
antigüedad.
Un nuevo
principio, la filosofía de los estoicos, ensanchan- do las nociones de la
humana asociación, emancipó al individuo. No quiso ya que la persona humana
fuese sacrificada al Estado. Este gran principio, que la antigua ciudad había
desconocido, debía ser un día la más santa de las reglas de la política de
todos los tiempos.
Se comenzó
entonces a comprender que había otros deberes hacia la Patria o el Estado;
otras virtudes que las virtudes cívicas. El alma se ligó a otros objetos que a
la Patria. La ciudad antigua había
sido tan poderosa y tan tiránica, que de ella había hecho el hombre el fin de
todo su trabajo y de todas sus virtudes; la Patria había sido la regla de lo
bello y de lo humano, y no había heroísmo sino para ella.
En medio de los
cambios que se habían producido en las instituciones, en las costumbres, en las
creencias, en el derecho, el patriotismo mismo había cambiado de naturaleza, y
es una de las cosas que más contribuyeron a los grandes progresos de Roma.
No hay que
olvidar lo que había sido el sentimiento del patriotismo en la primera edad de
las ciudades griegas y romanas. Formaba parte de la religión de aquellos
tiempos; se amaba a la Patria porque se amaba a sus dioses protectores, porque
en ella se hallaba su altar, un fuego divino, fiestas, plegarias, himnos, y
porque fuera de la Patria no había ni dioses ni culto. Tal patrio-sistema era
una fe, un sentimiento piadoso. Pero cuando la casta sacerdotal perdió su
dominación, esa clase de patriotismo desapareció de la ciudad con ella. El amor
de la ciudad no pereció, pero tomó una forma nueva.
No se amó ya a la
Patria por su religión y sus dioses: se la amó solamente por sus leyes, por sus
instituciones, por los derechos y la seguridad que ella acordaba a sus
miembros.
Ese patriotismo
nuevo no tuvo los efectos que el de los viejos tiempos. Como el corazón no se
apegaba ya al altar, a los dioses protectores, al suelo sagrado, sino
únicamente a las instituciones y a las leyes, que en el estado de estabilidad
en que todas las ideas se encontraban entonces cambiaban frecuentemente, el
patriotismo se volvió un sentimiento variable e inconstante, que dependió de
las circunstancias y estuvo sujeto a iguales fluctuaciones que el gobierno
mismo.
Ya no se amó la
Patria sino en tanto que se amaba el régimen político que prevalecía en ella a
la sazón. El que encontraba malas sus leyes no tenía ya vínculo que lo apegase
a ella.
El patriotismo
municipal se debilitó de ese modo y pereció en las almas. La opinión de cada
uno le fue más sagrada que su Patria, y el triunfo de su partido le vino a ser
más caro que la grandeza o gloria de su ciudad. Cada uno vino a preferir sobre
su ciudad natal, si allí no hallaba las instituciones que él amaba, a tal otra
ciudad en que veía esas instituciones en vigor. Entonces se comenzó a emigrar
más voluntariamente, se temió menos el destierro. Ya no se pensaba en los
dioses protectores y se acostumbraban fácilmente a separarse de la Patria.
Se buscó la
alianza de una ciudad enemiga para hacer triunfar su partido en la propia.
Pocos griegos
había que no estuviesen prontos a sacrificar la independencia municipal para
tener la constitución que ellos preferían.
En cuanto a los
hombres honestos y escrupulosos, las disensiones perpetuas de que eran testigos
les daban el disgusto del régimen local o municipal. No podían, en efecto,
gustar de una forma de sociedad en que era preciso batirse todos los días, en
que el pobre y el rico estaban siempre en guerra.
Se empezaba a
sentir la necesidad de salir del sistema municipal para llegar a otra forma de
gobierno que el de la ciudad o local. Muchos hombres pensaban, al menos, en
establecer más arriba de las ciudades una especie de poder soberano que velase
en el mantenimiento del orden y que obligase a esas pequeñas ciudades
turbulentas a vivir en paz. En Italia no se pasaban las cosas de otro modo que
en Roma.
Esa disposición
centralista de los espíritus hicieron la fortuna de
Roma, dice De Coulanges.
La moral de la
historia de ese tiempo es que Roma no hubiese alcanzado la grandeza que la puso
a la cabeza del mundo, si no hubiese salido del espíritu local o municipal, y
si el patriotismo nacional no hubiese reemplazado al patriotismo local o
provincial.5
Así se diseñaban
dos cambios en el prospecto de la humanidad, que debían conducir a la
concepción de una autoridad nacional y suprema, más alta que la del estado
municipal y que la libertad del hombre erigida en faz de la Patria y del
Estado, como formando un contrafuerte de su edificio.
Así el
patriotismo grande ni chico no marcó el último progreso de la humana sociedad.
Faltaba la aparición y el reinado del individualismo, es decir, de la libertad del hombre, levantada y establecida a la faz de la Patria y del patriotismo, como existiendo con ellos armónicamente.
Fue el carácter
y distintivo que las sociedades libres y modernas tomaron del espíritu y de la influencia
del cristianismo, fuente y origen de la moderna libertad humana, que ha
transformado al mundo.
Se puede decir
con verdad que la sociedad de nuestros días debe al individualismo, así entendido, los progresos de su civilización. En
este sentido, no es temerario establecer que el mundo civilizado y libre es la
obra del egoísmo individual, cristianamente entendido: Ama a Dios sobre todo, enseñó él, y a tu prójimo como a ti mismo, santificando de este modo el amor de sí
a la par del amor del hombre.
No son las
libertades de la Patria las que han engrandecido a las naciones modernas, sino
las libertades individuales con que el hombre ha creado y labrado su propia
grandeza personal, factor elemental de la grandeza de las naciones realmente
grandes y libres, que son las del Norte de ambos mundos.
“La iniciativa
privada ha hecho mucho y bien” dice Herbert Spencer.
“La iniciativa
privada ha desmontado, desaguado, fertilizado nuestras campiñas y edificado
nuestras ciudades; ella ha descubierto y explotado minas, trazado rutas,
abierto canales, construido caminos de hierro con sus trabajos de arte; ella ha
inventado y llevado a su perfección el arado, el oficio de tejer, la máquina de
vapor, la prensa, innumerables máquinas; ha construido nuestros bajeles, nuestras
inmensas manufacturas, los recipientes de nuestros puertos; ella ha formado los
Bancos, las Compañías de seguros, los periódicos, ha cubierto la mar de una red
de líneas de vapor, y la tierra de una red eléctrica. La iniciativa privada ha
conducido la agricultura, la industria y el comercio a la prosperidad presente,
y actualmente la impele en la misma vía con rapidez creciente. ¿Por eso
desconfiáis de la iniciativa privada?”6
Todo eso ha sido
hecho por el egoísmo, es decir, por el individualismo, tanto en Inglaterra como
en nuestra América más o menos. Todo al menos puede ser hecho en nuestros
países por esos mismos egoístas de la Europa entrados en nuestro suelo como
emigrados, a condición de que les demos aquí la libertad individual, es decir,
la seguridad que allí tienen por las leyes (porque esa libertad allí significa
seguridad, si Montesquieu no ha entendido mal las instituciones inglesas).
¿Acaso en
nuestro país mismo ha sucedido otra cosa que en Inglaterra? ¿A quién si no a la
iniciativa privada es debida la opulencia de nuestra industria rural, que es el
manantial de la fortuna del Estado y de los particulares?
¿Han hecho más
por ella nuestros mejores Gobiernos, que la energía, perseverancia y buena
conducta de nuestros agricultores afamados a justo título?
Si hay estatuas
que se echen de menos en nuestras plazas son las de esos modestos obreros de
nuestra grandeza rural, sin la cual fuera estéril la gloria de nuestra
independencia nacional.
Al contrario ha
sucedido con frecuencia: toda la cooperación que el Estado ha podido dar al
progreso de nuestra riqueza debía consistir en la seguridad y en la defensa de
las garantías protectoras de las vidas, personas, propiedades, industria y paz
de sus habitantes; pero eso es cabalmente lo que ha interrumpido las frecuentes
guerras y revoluciones, que no han sido obra de los particulares.
Las más veces en
Sud-América las revoluciones y asonadas son oficiales, es decir, productos de
la iniciativa del Estado.
Después de leer
el discípulo, leamos al maestro de Herbert Spencer —al autor de la Riqueza de las Naciones—, Adam Smith,
que la ve nacer toda entera en su formación natural de la iniciativa
inteligente y libre de los individuos:
“Es a veces la
prodigalidad y la mala conducta pública, jamás la de los particulares, las que
empobrecen a una nación. Todo o casi todo el rédito público es empleado en
muchos países en el sostén de gentes no productoras. Tales son esas que
componen una corte numerosa y brillante, un grande establecimiento
eclesiástico, grandes escuadras y grandes ejércitos, que en tiempos de paz no
producen nada, y que en tiempo de guerra no adquieren nada que pueda compensar
solamente lo que cuesta su mantenimiento mientras ella dura. Allí todas las
gentes que no producen nada por sí mismas son mantenidas por el producto del
trabajo de los otros”.
“El esfuerzo
constante, uniforme y no interrumpido de cada particular para mejorar su
condición, principio de donde emana originariamente la opulencia pública y
nacional, tanto como la opulencia particular, es a menudo bastante fuerte para
hacer marchar las cosas de mejor en mejor, y para mantener en progreso natural,
a pesar de la extravagancia del gobierno y de los más grandes errores de la
administración”.
“Semejante al
principio desconocido de la vida animal, él restaura comúnmente la salud y el
vigor de la constitución, en despique no solamente de la enfermedad sino de las
absurdas recetas del médico”.7
“El producto
anual de sus tierras y de su trabajo (de Inglaterra) es sin contradicción mucho
más grande al presente, que no lo era en tiempo de la restauración o de la
revolución. El capital empleado en cultivar esas tierras y en hacer marchar ese
trabajo debe, pues, ser igualmente mucho más grande. En medio de todas las
exacciones del Gobierno, ese capital se ha acumulado en silencio y
gradualmente, por la economía y la buena conducta particular de los individuos
y por el esfuerzo universal, continuo y no interrumpido, que han hecho ellos
para mejorar su condición”.
“Este esfuerzo,
protegido por las leyes y por la libertad de emplear su energía de la manera
más ventajosa, es lo que ha sostenido los progresos de la Inglaterra hacia la
opulencia y a la mejora en casi todas las épocas que han precedido, y lo que
los sostendrán todavía, como es de esperar, en todos los tiempos que se
sucederán”.
Resulta de las observaciones contenidas en este estudio que lo que entendemos por Patria y patriotismo habitualmente son bases y puntos de partida muy peligrosos para la organización de un país libre, por lejos de conducir a la libertad, puede llevarnos al polo opuesto, es decir, al despotismo, por poco que el camino se equivoque.
Es muy simple el camino por donde el extremo amor a la Patria puede alejar de la libertad del hombre y conducir al despotismo patrio del Estado. El que ama a la Patria sobre todas las cosas no está lejos de darle todos los poderes y hacerla omnipotente. Pero la omnipotencia de la Patria o del Estado es la exclusión y negación de la libertad individual, es decir, de la libertad del hombre, que no es en sí misma sino un poder moderador del poder del Estado.
La libertad individual es el límite sagrado en que termina la autoridad de la Patria.
La omnipotencia de la Patria o del Estado es toda la causa y razón de ser de la omnipotencia del gobierno de la Patria, que le sirve de personificación o representación en la acción de su poder soberano.
Así es como se ha visto invocar el patriotismo y la Patria a la Convención francesa de 1793 y a la Dictadura de Buenos Aires de 1840, en todas las violencias con que han sido holladas las libertades individuales del hombre para el uso y posesión de su vida, de su hogar, de su opinión, de su palabra, de su voto, de su conducta, de su domicilio y locomoción.
Todos los crímenes públicos contra la libertad del hombre han podido ser cometidos; no sólo impune, sino legalmente, en nombre de la Patria omnipotente, invocada por su gobierno omnímodo.
La libertad del hombre puede ser no solamente incompatible con la libertad de la Patria, sino que la primera puede ser desconocida y devorada por la otra. Son dos libertades diferentes que a menudo están reñidas y en divorcio. La libertad de la Patria es la independencia respecto de todo país extranjero. La libertad del hombre es la independencia del individuo respecto del gobierno de su país propio.
La libertad de la Patria es compatible con la más grande tiranía, y pueden coexistir en el mismo país. La libertad del individuo deja de existir por el hecho mismo de asumir la Patria la omnipotencia del país.
La libertad individual significa literalmente ausencia de todo poder omnipotente y omnímodo en el Estado y en el gobierno del Estado.
Las dos libertades no son igualmente fecundas en su poder fecundante de la civilización y del progreso de las naciones. La omnipotencia o despotismo de la Patria, para ser fecundo en bienes públicos, necesita dos cosas:
Primera, ser ilustrado; segunda, ser honesto y justo. En Estados nuevos, que ensayan recién la constitución de sus gobiernos libres, la omnipotencia de la Patria es estéril, y la de su gobierno es destructora. La libertad del individuo en tales casos es la madre y nodriza de todos los adelantos del país, porque su pueblo abunda en extranjeros inmigrados que han traído al país la inteligencia y la buena voluntad de mejorar su condición individual mediante la libertad individual que sus leyes le prometen y aseguran. En países que han sido colonias de gobiernos de nueva creación son débiles e ininteligentes para labrar el progre- so de su civilización.
La omnipotencia de la patria es excluyente no sólo de toda libertad, sino de todo progreso público, porque el obrero favorito de este progreso es el individuo particular que sabe usar de su energía y de su poder naturales, para conservar y mejorar su persona, su fortuna y su condición de hombre civilizado.
Ahora bien, como la masa o conjunto de esos individuos particulares es lo que se denomina pueblo en acepción vulgar de esta palabra, se sigue que es el pueblo y no el Gobierno a quien está entregado por las condiciones de la sociedad sudamericana, la obra gradual de su progreso y civilización. Y la máquina favorita del pueblo para llevar a cabo esa elaboración es la libertad civil o social distribuida por igual entre sus individuos nativos y extranjeros, que forman la asociación o pueblo sudamericano. Si esta ley natural y fatal de propio engrandecimiento individual se denomina egoísmo, forzoso es admitir que el egoísmo está llamado a preceder al patriotismo en la jerarquía de los obreros y servidores del progreso nacional.
Los adelantos del país deben marchar necesariamente en proporción directa del número de sus egoístas inteligentes, laboriosos y enérgicos, y de las facilidades y garantías que su egoísmo fecundo y civilizador encuentra para ejercerse y desenvolverse.
La sociedad sudamericana estaría salvada y asegurada en su porvenir de libertad y de progreso, desde que fuese el egoísmo inteligente y no el patriotismo egoísta el llamado a construir y edificar el edificio de las Repúblicas de Sud-América.
Y como no es natural que el egoísmo sano descuide el trabajo de su propio engrandecimiento individual, so pena de dañar a su interés cardinal, se puede decir con verdad perfecta que el progreso futuro de Sud-América está garantizado y asegurado por el hecho de quedar bajo el protectorado vigilante del egoísmo individual que nunca duerme.
La omnipotencia de la patria, convertida fatalmente en omnipotencia del Gobierno en que ella se personaliza, es no solamente la negación de la libertad, sino también la negación del progreso social, porque ella suprime la iniciativa privada en la obra de ese progreso. El Estado absorbe toda la actividad de los individuos, cuando tiene absorbidos todos sus medios y trabajos de mejoramiento. Para llevar a cabo la absorción, el Estado engancha en las filas de sus empleados a los individuos que serían más capaces entregados a sí mismos. En todo interviene el Estado y todo se hace por su iniciativa en la gestión de sus intereses públicos. El Estado se hace fabricante, constructor, empresario, banquero, comerciante, editor y se distrae así de su mandato esencial y único, que es proteger a los individuos de que se compone contra toda agresión interna y externa. En todas las funciones que no son de la esencia del Gobierno, obra como un ignorante y como un concurrente dañino de los particulares, empeorando el servicio del país, lejos de servirlo mejor.
La materia o servicio de la administración pública se vuelve industria y oficio de vivir para la mitad de los individuos de que se compone la sociedad. El ejercicio de esa industria administrativa y política, que es mero oficio de vivir, toma el nombre de patriotismo, pues toma el aire de servicio a la Patria el servicio que cada individuo se hace hacer por la patria para vivir.
Naturalmente
toma entonces el semblante de amor a la Patria —gran sentimiento desinteresado
por esencia—, el amor a la mano que procura el pan de que se vive. ¿Cómo no
amar a la Patria como a su vida, cuando es la Patria la que hace vivir?
Así, el
patriotismo no es religión como en los viejos tiempos griegos y romanos, ni es
siquiera superstición ni fanatismo. Es muchas veces mera hipocresía en sus
pretensiones a la virtud, y en realidad una simple industria de vivir.
Y como los
mejores industriales, los más inteligentes y activos son los inmigrantes
procedentes de los países civilizados de la Europa, y esos no pueden ejercer la
industria-gobierno, por su calidad de extranjeros, el mal desempeño del
industrialismo oficial viene a dañarlos a ellos, o a contener su inmigración y
perjudicar a los nacionales que no tienen trabajo en los talleres privilegiados
de la administración política.
Si más de un
joven, en vez de disputarse el honor de recibir un salario como empleado o
agente o sirviente asalariado del Estado, prefiriese el de quedar señor de sí
mismo en el gobierno de su granja o propiedad rural, la patria quedaría desde
entonces colocada en el camino de su grandeza, de su libertad y de su progreso
verdadero.
Otro de los
grandes inconvenientes de la noción romana de la Patria y del patriotismo para
el desarrollo de la libertad es que como la patria era un culto religioso en su
origen, ella engendraba el entusiasmo y el fanatismo, es decir, el calor y la
pasión que ciegan.
De ahí nuestros
cantos a la Patria, entendidos de un modo místico, que han excedido a los
cánticos religiosos del patriotismo antiguo y pagano.
El entusiasmo,
ha dicho la libre Inglaterra por la pluma de Adam Smith, es el mayor enemigo de
la ciencia, fuente de toda civilización y progreso. El entusiasmo es un veneno
que, como el opio, hace cerrar los ojos, y ciega el entendimiento; contra él no
hay más antídoto que la ciencia, dice el rey de los economistas.
En la América
del Sud, envenenada con ese tósigo, el entusiasmo es una calidad recomendable,
lejos de ser enfermedad peligrosa.8
La libertad es
fría y paciente del temperamento racional y reflexiva,
no entusiasta, como lo demuestra el ejemplo de los pueblos sajones realmente
libres. Los americanos del Norte, como los ingleses y los holandeses, tratan
sus negocios políticos, no con el calor que inspiran las cosas religiosas, si
no como lo más prosaico de la vida, que son los intereses que la sustentan.
Jamás su calor moderno llega al fanatismo.
El entusiasmo
engendra la retórica, el lujo del lenguaje, el tono poético, que va tan mal a
los negocios, y todas las violencias de la frase, precursoras de las violencias
y tiranías de la conducta.
En esas pompas
sonoras de la palabra escrita y hablada, que es peculiar del entusiasmo,
desaparece la idea, que sólo vive de la reflexión y de la ciencia fría.
De ahí es que
los americanos del Norte, los ingleses y los holandeses no conocen esa poesía
patriótica, esa literatura política, que se exhala en cantos de guerra, que
intimidan y ahuyentan a la libertad en vez de atraerla. Los americanos del
Norte no cantan la libertad, pero la practican en silencio.
La libertad para
ellos no es una deidad, es una herramienta ordinaria como la barreta y el
martillo.
Todo lo que
falta a Sud-América para ser libre como los Estados Unidos es tener el temperamento
frío, pacifico, manso y paciente para tratar de resolver los negocios más
complicados de la política, que lo es también de los ingleses y los holandeses,
el cual no excluye el calor a veces, pero no va jamás hasta el fanatismo que
enceguece y extravía. La Francia entra en la libertad a medida que contrae ese
temple realmente viril, es decir, frío.
El entusiasmo
patrio es un sentimiento peculiar de la guerra, no de la libertad, que se
alimenta de la paz. La guerra misma se ha hecho más fecunda desde que ha
cambiado el entusiasmo por la ciencia, pero es más hija del entusiasmo que de
la ciencia.
¿Por qué vínculo
misterioso se han visto hermanadas en la América del Sud las nociones de la
Patria, la libertad, el entusiasmo, la gloria, la guerra, la poesía, a que hoy
se debe que se traten con tanta pasión las cuestiones públicas que permanecen
indecisas precisamente porque no son tratadas con la serenidad y templanza que
las haría tan expeditivas y fáciles?
No es difícil
concebirlo. Vista la patria como fue considerada por las sociedades griegas y
romanas, a cuyos ojos era una institución religiosa y santa, la Patria y su
culto llenaron los corazones del entusiasmo inexplicable de las cosas santas.
Del entusiasmo al fanatismo la distancia no fue larga. La Patria fue adorada
como una especie de divinidad y su culto produjo un entusiasmo ferviente como
el de la religión misma. En la independencia natural y esencial de la Patria
respecto del extranjero, se hizo consistir toda su libertad, y en su
omnipotencia se vio la negación de toda libertad individual capaz de limitar su
autoridad divina. Así el guerrero fue el campeón de su libertad contra el
extranjero, considerado como enemigo nato de la independencia patria, y la
gloria humana consistió en los triunfos de la lucha sostenida en defender la
libertad de la Patria contra toda dominación de fuera.
La guerra tomó
así su santidad de la santidad de su objeto favorito, que fue la libertad de la
Patria, de la defensa de su suelo sagrado y de la santidad de los estandartes,
que eran sus símbolos bendecidos de la patria, su suelo y sus altares,
entendidos como los griegos y romanos, en su sentido religioso. Consideradas de
ese punto de vista las cosas, la Patria fue inseparable de ellas; el entusiasmo
que infundían las cosas santas y sagradas. La Patria omnipotente y absoluta
absorbió la personalidad del individuo y la libertad de la Patria; eclipsando
la libertad del hombre, no dejó otro objeto legítimo y sagrado a la guerra que
la defensa de la independencia o libertad de la Patria respecto del extranjero
y su omnipotencia respecto del individuo que era miembro de ella.
Así fue como en el nacimiento de los nuevos Estados de Sud-América, San
Martín, Bolívar, Sucre, O’Higgins, los Carrera, Belgrano, Alvear, Pueyrredón,
que se habían educado en España y tomado allí sus nociones de patria y
libertad, entendiendo la libertad americana a la española, la hicieron
consistir toda entera en la independencia de los nuevos Estados respecto de
España, como España la había entendido respecto de Francia cuando la guerra con
Napoleón I.
Esos grandes hombres fueron sin duda campeones de la libertad de América, pero de la libertad en el sentido de la independencia de la Patria respecto de España; y si no defendieron también la omnipotencia de la Patria respecto de sus miembros individuales, tampoco defendieron la libertad individual entendida como límite del poder de la patria o del Estado, porque no comprendieron ni conocieron la libertad en ese sentido, que es su sentido más precioso. ¿Dónde, de quién podían haberla aprendido? ¿De España, que jamás la conoció en el tiempo en que ellos se educaron allí?
Washington y sus contemporáneos no estuvieron en ese caso, sino en el caso opuesto. Ellos conocían mejor la libertad individual que la independencia de su país, porque habían nacido, crecido y vivido desde su cuna, disfrutando de la libertad del hombre bajo la misma dependencia de la libre Inglaterra.
Así fue que, después de conquistar la independencia de su Patria, los individuos que eran miembros de ella se encontraron tan libres como habían sido desde la fundación de esos pueblos, y su constitución de nación independiente no hizo cambiar sino confirmar sus viejas libertades anteriores, que ya conocían y manejaban como veteranos de la libertad.
La gloria de nuestros grandes hombres fue más deslumbrante porque nació del entusiasmo que produjeron la guerra y las victorias de la independencia de la Patria, que nació omnipotente respecto de sus individuos, como lo había sido la madre Patria bajo el régimen omnímodo del gobierno de sus reyes, en que la Patria se personificaba. La gloria omnipotente de nuestros grandes guerreros de la independencia, como nacía del entusiasmo por la Patria, que había sido todo su objeto, porque la entendía en el sentido casi divino que tuvo en la vieja Roma y en la vieja España, la gloria de nuestras grandes personalidades históricas de la guerra de la independencia de la patria continuó eclipsando a la verdadera libertad, que es la libertad del hombre, llegando el entusiasmo por esos hombres simbólicos hasta tomar a la libertad de sus altares mismos.
Este es el terreno en que se han mantenido hasta aquí la dirección de nuestra política orgánica y nuestra literatura política y social, en que las libertades de la Patria han eclipsado y hecho olvidar las libertades del individuo, que es el factor y unidad de que la Patria está formada.
¿De dónde deriva su importancia la libertad individual? De su acción en el progreso de las naciones.
Es una libertad multíplice o multiforme, que se descompone y ejerce bajo estas diversas formas:
o Libertad de querer, optar y elegir.
o Libertad de pensar, de hablar, escribir: opinar y publicar.
o Libertad de obrar y proceder.
o Libertad de trabajar, de adquirir y disponer de lo suyo.
o Libertad de estar o de irse, de salir y entrar en su país, de locomoción y de circulación.
o Libertad de conciencia y de culto.
o Libertad de emigrar y de no moverse de su país.
o Libertad de testar, de contratar, de enajenar, de producir y adquirir.
Como ella encierra el círculo de la actividad humana, la libertad individual, que es la capital libertad del hombre, es la obrera principal e inmediata de todos sus progresos, de todas sus mejoras, de todas las conquistas de la civilización en todas Una de las raíces más profundas de nuestras tiranías modernas en Sud-América es la noción greco-romana del patriotismo y de la Patria, que debemos a la educación medio clásica que nuestras universidades han copiado a la Francia.
Pero la rival más terrible de esa hada de los pueblos civilizados es la Patria omnipotente y omnímoda, que vive personificada fatalmente en Gobiernos omnímodos y omnipotentes, que no la quieren porque es límite sagrado de su omnipotencia misma.
Conviene, sin embargo, no olvidar que así como la libertad individual es la nodriza de la patria, así la libertad de la Patria es el paladium de las libertades del hombre, que es miembro esencial de esa Patria. Pero ¿cuál puede ser la Patria más interesada en conservar nuestros personales derechos, sino aquella de que nuestra persona es parte y unidad elemental.
Por decirlo todo en una palabra final, la libertad de la Patria es una faz de la libertad del hombre civilizado, fundamento y término de todo el edificio social de la humana raza.
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Referencias
Discurso pronunciado en el acto de graduación de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos Aires, el 24 de mayo de 1880. En ese acto fue nombrado Miembro Honorario de esa Facultad. Este ensayo fue reproducido de sus “Obras Selectas”.
1. “Riqueza de las Naciones”, por Adam Smith, 1776.
2.
De
Coulanges. “Cité antique”.
3.
De
Coulanges. “Cité antique”.
4.
“Cité antique”,
pág. 415.
5.
De
Coulanges, Libro V. Cap. II.
6. “Ensayos de Moral, Ciencia y Estética”, por Herbert Spencer.
7. Adam Smith. “Riqueza de las Naciones”, Libro II, Cap. V.
8. Adam Smith. “Riqueza de las Naciones”, Libro V, Cap. I.
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* Juan Bautista Alberdi nació en Tucumán, Argentina, el 29 de agosto de 1810 y falleció en París, Francia, el 19 de junio de 1884. Jurisconsulto, político y escritor argentino, es considerado uno de los más pródigos pensadores liberales latinoamericanos del siglo XIX. En el ensayo "La omnipotencia del Estado" (1880), Alberdi analiza las raíces de la tiranía desde la noción greco-romana del Estado hasta el surgimiento del Estado moderno, poniendo de manifiesto la necesidad de un gobierno limitado como requisito previo e indispensable para el progreso de una nación.