por Juan Pablo Vigliero
I.
Introducción
Intentaremos
demostrar cómo un discurso de aparente progreso en ciertas áreas del Derecho
Penal (DP), puede en realidad enmascarar de un retroceso que debilite
principios constitucionales básicos, lo cual conduciría a un cambio de
paradigma en la tradicional concepción liberal con que fue concebido el sistema
jurídico penal argentino.
Tomaremos
como ejemplo la nueva entronización de la víctima como protagonista central del
DP, desplazando al imputado, a partir de la interpretación judicial del DP en
casos de graves violaciones a los derechos humanos, de las consecuencias
jurídicas del fenómeno del terrorismo, y del auge del rol de querellante y
reconocimiento de nuevos derechos a los damnificados de delitos. A la par,
veremos el impacto negativo que estos avances tienen sobre el Principio de
Legalidad en materia penal, tanto sustantiva como procesal.
II. El
Derecho Penal como herramienta de poder
El
Derecho Penal (DP) como herramienta jurídica al servicio para proteger de un
modo privilegiado personas, bienes y otros intereses especialmente valiosos
para la comunidad, es quizá la máxima expresión del poder real y concreto en un
Estado de Derecho. Por caso el Estado, a través del DP, puede legalmente
decidir poner fin a la vida de una persona contra su voluntad (pena capital); o
a través de sus jueces puede ingresar por la fuerza en domicilios particulares,
oír conversaciones telefónicas, inmovilizar activos bancarios y hasta
encarcelar particulares aún sin una condena previa.
Cuando
se expresa que tal herramienta está en manos del Estado, en realidad está en
manos de personas individuales, altamente calificadas en promedio y en
comparación con el resto de los funcionarios públicos, que toman decisiones
basadas en sus conocimientos, pero también de acuerdo a su formación, su
ideología, sus creencias, sus prejuicios y sus intereses; además, estos agentes
no sólo están autorizados a construir y decidir qué es verdad y que no, sino
que, a diferencia del resto de los agentes del Estado, tienen asegurada la
inamovilidad en sus cargos y la intangibilidad de sus remuneraciones.
Así,
el DP ha sido siempre una herramienta poderosa. Según las épocas, las virtudes
de los gobernantes, la fortaleza de las fronteras en la división de poderes, y
la idiosincrasia general de una sociedad dada en un tiempo determinado, el DP
ha expresado distintos grados de autoritarismo o consenso, rigor o laxitud,
intolerancia o apertura, oscuridad o transparencia.
III. El
Derecho Penal como límite al poder punitivo del Estado sobre el imputado
En
tiempos contemporáneos hay un asentimiento general sobre la necesidad de
imponer límites al ejercicio del DP, a través del dictado de reglas de consenso
democrático sobre la materia a punir (leyes sustantivas), y de mecanismos
racionales que permitan una investigación, acusación, defensa, juicio y una
sentencia (leyes rituales) con el control de partes y la posibilidad de
revisión.
Históricamente
ha existido siempre la preocupación por precisar la forma, contenido y alcances
de la respuesta penal de la Autoridad sobre los particulares. Desde el antiguo
Sumer (Hammurabi, c. 1750 AC), pasando por la legislación del Egipto faraónico,
los mandatos bíblicos (ej. Deuteronomio), las Leyes de Manú (India, c. S. III
AC), o los fueros juzgos españoles del S. XI, el desarrollo de la legislación
anglosajona desde la Carta Magna (1215) y el Bill of Rights (1689), y la
respuesta de la Ilustración moderna contra los excesos de jueces imperiales
entre los S. XVIII y XIX (Pufendorf, Grocio, Beccaria, Kant, Feuerbach), se ha
tratado de limitar -pues “precisar” es “limitar”- la reacción penal, intentando
trasladarla de una concepción puramente vindicativa y discrecional, a otra que
responda a cánones de proporcionalidad, necesidad y de última ratio o aplicación supletoria y extraordinaria. El
“Garantismo” (a la Ferrajoli y no el
“abolicionismo penal”) ha irrumpido en escena para fortalecer las vigas constitucionales
que anteponen derechos y garantías individuales de las personas imputadas en
procesos penales, como un marcado límite que asegure reglas claras a partir del
tradicional Principio de Legalidad (ley penal previa, irretroactiva, escrita,
clara y precisa; y penas proporcionales) y del Debido Proceso (presunción de
inocencia, inviolabilidad del derecho de defensa y plazo razonable en los
procesos), partiendo de la premisa indiscutible del reconocimiento de la
dignidad humana a toda persona por el sólo hecho de tal, sin distinciones de
ningún tipo (tampoco si es imputada, procesada o condenada, aún por hechos
aberrantes).
No
hay duda que el destinatario de toda aquella evolución en la concepción y
aplicación del DP, ha sido la persona que ocasionalmente deba enfrentar un
proceso penal, y la que termine condenada a prisión. En efecto, el
imputado/procesado/condenado ha sido siempre la parte débil en la ecuación del
sistema penal, ante jueces y acusadores públicos y privados, y la natural
inclinación de la sociedad a contar con un sistema penal duro ante el auge de
la inseguridad en todas sus manifestaciones posibles. Las construcciones
dogmáticas de la teoría del delito y de la pena, y el progreso en el
reconocimiento de estándares más transparentes en el desarrollo de los procesos
penales, han sido la manera de limitar y encausar el empleo del DP por el
Estado. Basta con leer lenta y objetivamente postulados básicos dirigidos a
sistematizar la aplicación del DP, para confirmar que la protección que los mismos
encierran tiene por finalidad la realización de un DP más justo, esto es,
adecuado a los parámetros de la supremacía constitucional que garantice la
plena vigencia del Principio de Legalidad y del Principio del Debido Proceso
que mencionábamos antes, pero siempre tomando por destinatario primario al
imputado o sospechoso (así por ej. los Artículos 18 CN; 7, 8 y 9 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos -CADH-; 14 y 15 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos -PIDCP-).
IV. Nuevo
papel de la víctima en el Derecho Penal: crímenes de lesa humanidad, legislación securitaria
contra el terrorismo, y auge y expansión del rol de querellante
Sin
embargo, asistimos en la actualidad a una degradación, no del DP en sí, sino a
una degradación en cómo se lo concibe y aplica, que bien puede resultar del
agrado inicial de parte de la comunidad, pero que va ingresando en una
peligrosa deriva autoritaria y neopunitivista,[1] de
consecuencias nocivas para la vida democrática.
Resaltaremos
-breve pero concretamente- un botón de muestra: el desplazamiento del imputado
por la víctima como figura central del DP, con el consiguiente debilitamiento
del Principio de Legalidad.
Históricamente
la víctima careció de un rol preponderante en el DP, pues sus intereses estaban
representados por alguna autoridad o agente público, o modernamente por los
fiscales, y la atención ha estado puesta en morigerar los rigores del sistema
represivo sobre las personas imputadas y las condenadas, como expusimos.
Pero
a partir de la II Guerra Mundial, la tragedia de los más de cincuenta millones
de personas muertas y los horrores de los campos de concentración en suelo
europeo, hicieron virar el eje. La celebración de los Juicios de Nüremberg y de
Tokio, aplicándose retroactivamente la ley de los países vencedores para lograr
condenas aseguradas de antemano, marcaron la necesidad histórica de no permitir
la impunidad de crímenes contrarios a la humanidad, más allá de la aplicación
estricta del Principio de Legalidad.
Los
próximos años y décadas asistirían al nacimiento de organismos internacionales
y regionales en búsqueda de la cooperación entre Naciones mientras se
reformulaba un nuevo orden mundial; aparecerían en escena los instrumentos
jurídicos necesarios para dar base a este novedoso estado de cosas, resaltando
la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y la Declaración
Universal de DDHH (1948), el PIDCP (1966) y la CADH (1969), y creándose el Tribunal Europeo de
DDHH y la Comisión y la Corte Interamericanas de DDHH, llegando hasta el
Estatuto de Roma (1998) y la creación de la Corte Penal Internacional.
La
mayor visibilidad y una nueva atención a las víctimas de delitos comienza a
surgir. Irrumpe en escena una batería de legislación internacional (ej.
Convenciones sobre el delito de genocidio, la tortura, la desaparición forzada
de personas, y la imprescriptibilidad de crímenes de guerra y contrarios a la
humanidad), que van moldeando las legislaciones locales, otorgándole un rol de
privilegio a las víctimas de estos crímenes.
Lo
mismo sucede con la llamada legislación de emergencia o securitaria, que
también irrumpe en escena ante el fenómeno de los atentados terroristas en el S.
XX. Como ejemplo puede apreciarse cómo, tras los atentados a las Torres Gemelas
(2001), a la Estación de Atocha (2004), al Puente de Londres (2017), o a los
subtes en París (2017), las legislaciones fueron conteniendo disposiciones que
ampliaban las facultades investigativas del Estado, bajo la justificación de la
protección a la población.
La
llamada Ley Patriótica de la era de G. Bush (octubre de 2001) como respuesta a
los atentados del 9/11, son una cruda muestra de este nuevo orden jurídico.
Finalmente,
las nuevas formas de delincuencia y la inseguridad del ciudadano común ante el
auge del delito, fueron también llevando a un “endurecimiento” del DP,
corporeizado por ejemplo en los aumentos de las escalas penales, pero
fundamentalmente en el reconocimiento progresivo de mayores derechos a la
víctimas de delitos, sobre lo cual nos detendremos enseguida.
V. Un
discurso engañoso que impacta sobre el Principio de Legalidad
Podría pensarse rápidamente en lo atractivo
que resultan leyes que comienzan a proteger más a las víctimas. Pero este
alegado progreso encierra un engaño fatal, si no se lo desarrolla con
prudencia: si la protección a las víctimas necesita avanzar a expensas de
aligerar la protección a los imputados, se debilita el Principio de Legalidad,
lo que habilita la peligrosa discusión sobre si a ciertas personas no debe
reconocérseles sus derechos humanos o si hay grados de reconocimientos
parciales de éstos, o si puede retrocederse al ejercicio privado de la acción
penal. Y todo ello con impacto en la base axiológica misma sobre la cual se
asienta el sistema jurídico argentino.
Veamos.
V.a.
Lesa humanidad
En
el caso de los procesos sobre crímenes de lesa
humanidad en Argentina, a partir de 2004 con la decisión de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación in re
“Arancibia Clavel”, por mayoría y en votos concurrentes, se admitió que la
costumbre internacional podía ser fuente de DP aún sin necesidad de una ley
previa del Congreso; que las disposiciones sobre prescripción eran inoponibles
a estos crímenes y eran desplazadas por aquella nueva fuente de derecho; que la
necesidad de tipificación previa, la irretroactividad de la ley penal más
gravosa y la valla de protección a los imputados contenida en el Art. 18 CN,
también eran desplazadas por la costumbre y las nuevas Convenciones
internacionales. Como se advierte, se daba nacimiento a un nuevo paradigma
jurídico en Argentina: el llamado derecho penal de dos velocidades o de
estándares diferenciados, según se tratase de delitos comunes o de crímenes
contrarios a la humanidad.
Pero
fundamentalmente, y en cuanto aquí interesa, expresó la Corte que la tutela
judicial efectiva -contenida en el Art. 25 CADH- protegía a las víctimas de
estos crímenes, pues de lo contrario el Estado incurriría en responsabilidad
internacional si no se aseguraba la persecución y la punición respectiva.
En
otras palabras, y al igual que había ocurrido en la década del ´40 pero ahora
en el S. XXI y en plena era del reconocimiento pleno de los derechos humanos, la
mayoría del Alto Tribunal estaba dando el mensaje de que esta clase de crímenes
no podía quedar impune, aún a expensas del Principio de Legalidad vigente en el
país desde 1853, y con raíces que se remontan hasta los albores de las
civilizaciones. La punición debía imponerse sobre derechos y garantías
individuales de los acusados, por más que éstos fueran de órbita
constitucional, pues pasaba a primar el orden público internacional por sobre
el local.
Volcar
las críticas a este Fallo excedería largamente el presente artículo. Pero para
respaldar el punto que tratamos, sólo diremos lo siguiente.
Tal
como expresamos antes, de una atenta lectura de las disposiciones cardinales en
materia de derechos y garantías judiciales mínimas de la Constitución Nacional
(18), de la CADH (8) y del PIDCP (14), adicionándole el Código Procesal Penal
de la Nación, no hay una sola norma, una sola frase que autorice a disponer o
desconocer total o siquiera parcialmente las prerrogativas de toda persona
imputada en procesos penales, y mucho menos que autorice al desplazamiento de
prerrogativas del imputado en pos de privilegiar a las víctimas. Es más, la
razón de ser primaria de tales disposiciones jurídicas es la de, precisamente,
reconocer derechos del imputado, del procesado y del enjuiciado, y asegurarlos
frente a la sustanciación de un proceso penal. La imposición de penas es una
potestad reservada al Estado, quedando en interés del particular el derecho a
conocer la verdad y a obtener una reparación o compensación por el daño
sufrido. Pero no puede el interés de la víctima sacrificar los derechos del
imputado, pues la satisfacción de su perjuicio no estará en la pena sino en la
indemnización o enmienda.
En
un caso penal, no le está dado a los jueces prescindir de las reglas
prestablecidas para decidir, pues la misión última de todo magistrado antes que
resolver un caso es hacerlo asegurando la supremacía constitucional; su función
no es evitar la impunidad, sino asegurar juicios justos, y éstos sólo pueden
serlo si respetan las leyes vigentes. Al hecho aberrante perpetrado por el
acusado, el Estado no puede oponerle un procedimiento ilegal pues -además de la
contradicción lógica de que el Estado actúe sin ética para restablecer la
ética- desconocerle derechos y garantías individuales básicos y propios de todo
ser humano, es restarle valor al reconocimiento de su dignidad como individuo.
Y aquí no puede haber colisión posible entre una dignidad humana y otra pues no
hay grados entre ellas, salvo que se admita que unas personas son superiores a
otras como seres humanos más allá de sus cualidades o méritos. Lo que hay es
derechos de un lado, e intereses del otro, y la tutela de unos y la
satisfacción de otros no deben desplazarse.
En
conclusión, pautas básicas como la irretroactividad de la ley penal y la
necesidad de que alguien sólo pueda ser condenado por un juicio previo en base
a una ley anterior al hecho del proceso, no pueden ser dejadas de lado para
satisfacer a la víctima. El Principio de Legalidad no es disponible.
Este
nuevo doble estándar jurídico que impuso “Arancibia Clavel”, si bien ha
comenzado a ser controvertido por la propia Corte Suprema en posterior
conformación (in re “Alespeiti” y
“Muiña” de 2017), ya comienza a intentar permear en delitos ordinarios. Tal lo
que sucede en casos de denuncias por abuso sexual de menores, donde se comienza
a invocar fuentes convencionales anteriores al hecho, para desplazar a normas
locales sobre prescripción de la acción penal, y permitir que eventos
supuestamente acaecidos hace más de dos décadas atrás, sean hoy perseguidos y
llevados a juicio, con la sola versión de quien se presenta como víctima
(Cámara Federal de Casación Penal, Sala 4, en Causa nº 191/2012, Reg. Nº
310/16.4). Sobre este fenómeno y la consecuente violación de derechos y
garantías constitucionales del imputado, es imprescindible la lectura de
Marcelo Sancinetti.[2]
V.b.
Seguridad Nacional
Pasemos
ahora, brevemente, a la legislación sobre terrorismo. Sin entrar en detalles
que también excederían el presente artículo, sólo diremos que el aligeramiento
de estándares constitucionales básicos lleva a un retroceso utilitarista del
procedimiento penal. Si en aras de preservar la integridad de la población a la
par que proteger bienes colectivos resbalosos
como la “seguridad nacional” o la “defensa interior”, se permiten maneras de
ejercer coerción o aún coacción sobre los imputados, entrando en el peligroso
terreno del cálculo comparativo de valores diferenciados entre vidas de
distintas personas, será difícil evitar excesos mayores e ingresar en el
terreno liso y llano de la tortura o directamente del homicidio. Una mirada
realista del asunto llama al análisis de caso a caso, de acuerdo a las
circunstancias peculiares de cada uno, con la ley vigente y las prohibiciones,
justificaciones y dispensas que la misma prevea, según se trate de
contrarrestar una situación o de prevenirla. Nuestro Art. 34 CP se ocupa de la
materia.
Pero
no hay duda que no es una buena idea anteponer como regla, y mucho menos como
regla legislada, la protección de las víctimas a cualquier costo sobre los
sospechosos.
V.c.
Festival de acusadores, querellantes y amicus,
y la víctima como parte sin ser parte
Para
terminar, queremos detenernos sobre el progreso paulatino que el reconocimiento
de las víctimas y de la caracterización de tal ha ido teniendo en la
legislación penal común argentina, y mostrar las facetas controvertidas de tal
ampliación, con impacto también en el Principio de Legalidad.
Tres
cuestiones deben ser atendidas en este punto: la declamada actuación autónoma
de la parte querellante, la multiplicación y superposición de partes actuando
como querellantes en el proceso penal, y el novedoso reconocimiento de derechos
a la víctima aún sin constituirse en parte querellante.
Ante
todo recordemos que, tradicionalmente, la actividad de la parte que se
consideraba damnificada directamente por el presunto delito se constituía en
querellante, y tenía una suerte de actuación adhesiva a la actividad de la
Fiscalía. Frente al desacuerdo entre ellos, la cuestión era zanjada por
tribunales de alzada. La Reforma constitucional de 1994, fortaleció la noción
de que el monopolio del ejercicio de la acción penal estaba en cabeza del
Ministerio Público Fiscal (CN 120).
Sin
embargo se fue tensando la relación entre aquel monopolio del fiscal versus la
creciente autonomía del querellante que comenzaba a abrirse paso en la jurisprudencia.
Así, en “Santillán” (1998) la Corte avala la continuidad del enjuiciamiento
penal con la sola acusación de la parte querellante, lo que refuerza en
“Marcilese” (2002).[3]
Paulatinamente recrudecen los intentos de querellantes particulares por independizarse
de los designios de los fiscales, lo que puede conducir a un reconocimiento
pleno del ejercicio de la acción penal en manos privadas. Esto no sólo
multiplicará el trabajo de los tribunales, obturando los principios de
disponibilidad y de oportunidad de la acción penal como base para que el Estado
evalúe qué casos merecen ser llevados a juicio, sino que además contribuye a
ensanchar las expectativas en el DP, en detrimento de su rol complementario y
extraordinario (ultima ratio).
Además
de esta autonomía envigorizada del querellante, asistimos a una suerte de
festival expansivo de acusadores, públicos y particulares, en claro detrimento
del principio de igualdad de armas con efecto negativo sobre la parte
defensora. Ya no sólo el imputado deberá lidiar con la Fiscalía y el eventual
particular damnificado actuando como querellante, sino que van apeándose al
escenario nuevos actores. Así se advierte como, del lado de los acusadores
públicos, además del Fiscal actuante, se suma alguna Procuraduría especializada
(ej. investigaciones administrativas, narcocriminalidad, lesa humanidad, lavado
de activos, trata de personas, violencia institucional), que puede continuar
con el ejercicio de la acción aún si el Fiscal asignado al caso desiste de
avanzar, o presentar memoriales y requerimientos paralelos. Y del lado de los
acusadores particulares, el propio Poder Ejecutivo Nacional puede querellar a
través, por ejemplo de la Secretaría de DDHH; o el Estado hacerlo a través de
entes autárquicos tan diversos como el BCRA, la AFIP, la CNV o el SENASA por
ejemplo. Aparte del damnificado directo, también suele querellar algún ente
colectivo que demuestre interés, yendo desde ONG´s dedicadas a la
reivindicación de DDHH o a la protección del Medio Ambiente, hasta colectivos
difusos como algunos que claman representar intereses de los llamados pueblos
originarios. Son frecuentes los juicios orales donde de un lado se sientan
varios fiscales, particulares querellantes, organizaciones sociales y entes
estatales, todos acusando; y del otro el imputado con su máximo de dos abogados
defensores.
Esta
disparidad de fuerzas implica superponer roles y multiplicar las tareas, con un
claro desbalanceo del equilibrio propio de un pretendido sistema acusatorio,
donde claramente se lleva la peor parte la defensa.
A
este panorama debe agregársele la exótica y desnaturalizada figura del amicus curiae, concebida originariamente
para que expertos asesorasen a los tribunales en casos difíciles (por eso su
traducción es de “amigo del tribunal”), pero convertida en el ambiente
vernáculo en un vehículo para colar peritos, testigos de concepto y opinadores,
en interés de las partes que lo proponen (“amigos de loa parte”).
Terminando
el punto, a las múltiples y variadas formas de querellar, cabe adicionar una
reciente legislación que entrona a la víctima en medio del proceso penal,
dotándola de facultades que pueden asemejarla a una verdadera parte, sin
necesidad de constituirse como tal.
En
efecto, la Ley 27.372 de derechos y garantías de personas víctimas de delitos
(2017), tiene un ambicioso objeto de tutela,[4] y
les otorga, por ejemplo, el derecho a ser oídas “antes de cada decisión que
implique la extinción o suspensión de la acción penal, y aquellas que dispongan
medidas de coerción o la libertad del imputado durante el proceso”, y a “… ser notificada de las
resoluciones que puedan afectar su derecho a ser escuchada…” y a “…que
se adopten prontamente las medidas de coerción o cautelares que fueren
procedentes para impedir que el delito continúe en ejecución o alcance
consecuencias ulteriores…” (Art. 5º).
Así,
la satisfacción del derecho del imputado a la extinción de la acción penal, a
la probation o aún a mantenerse en
libertad durante el proceso, no sólo estará condicionado por los embates de la
parte acusadora tradicional, sino ahora supeditado a quien no actúa formalmente
en el proceso y que quizá no había demostrado interés en hacerlo.
VI.
Conclusiones
Todo
“principio” -en el tema que nos ocupa- es un mandato de optimización (siguiendo
a R. Alexy) o, en otras palabras, una directriz que impone llevar hasta la
máxima extensión posible el reconocimiento de un derecho o de la garantía para
asegurarlo.
El
Principio de Legalidad impone la supremacía de la Ley, la máxima extensión
posible del Imperio del Derecho o “rule of law”. Fue la aspiración en el voto
de Marshall en Marbury v. Madison (1803), de estar no ante un gobierno de
hombres sino ante un gobierno de leyes.
Contemporáneamente,
además, asistimos al Imperio de la Ley Constitucional (y de allí el auge del
llamado “neoconstitucionalismo” sobre todo en Europa). Es decir, en un Estado
democrático no sólo habrá de observarse el imperio de la voluntad del pueblo a
través de sus representantes en el Congreso, sino la supremacía de aquellos
instrumentos superiores de base constituyente que, precisamente, impondrán
directrices a las leyes, que no son otros que -en Argentina- la Constitución
Nacional y los Instrumentos Internacionales de Derechos Humanos de jerarquía
análoga (siendo los principales para este tema la CADH y el PIDCP).
La
frontera última de protección de nuestra dignidad a ser reconocidos como
individuos autónomos y libres, para desarrollarnos sin injerencias arbitrarias
sobre nuestras acciones privadas (CN 19), es la existencia de límites claros y
precisos al ejercicio de la actividad punitiva por el Estado. Entonces,
conquistas como sólo poder ser investigado en un tiempo razonable y hasta un
tiempo determinado, la delimitación estricta de los injustos penales, la
irretroactividad de la ley penal más gravosa, y ser juzgado en el marco de un
sistema acusatorio equilibrado y regulado con transparencia -todas contenidas
en las disposiciones constitucionales enunciadas antes- deben permanecer
inalterables, y no sucumbir a una pretendida necesidad de satisfacer y proteger
a las víctimas.
Un
Estado que no respeta sus reglas constitucionales, no es confiable. Un Estado
que vuelve difusos o generosos los límites del DP, tampoco.
Los
límites suelen ser antipáticos, pero respetarlos siempre mejora las chances
para que en el futuro no seamos nosotros mismos quienes debamos sufrir las
consecuencias de la arbitrariedad penal por el Estado o el Gobierno de turno.
[1] El Profesor Daniel Pastor alerta sobre este fenómeno.
[2] “Acusaciones por abuso sexual: principio de igualdad y principio de inocencia”, La Ley, 2010.
[3] Justo es decir que el tema no está clausurado: “Mostaccio” (2004) plantea un saludable regreso a la posición tradicional de “Tarifeño” (1989), al igual que “Del´Olio” (2006).
[4] ARTÍCULO 3°- El objeto de esta ley es: a) Reconocer y garantizar los derechos de las víctimas del delito y de violaciones a derechos humanos, en especial, el derecho al asesoramiento, asistencia, representación, protección, verdad, acceso a la justicia, tratamiento justo, reparación, celeridad y todos los demás derechos consagrados en la Constitución Nacional, en los Tratados Internacionales de Derechos Humanos de los que el Estado nacional es parte, demás instrumentos legales internacionales ratificados por ley nacional, las constituciones provinciales y los ordenamientos locales”.